El rostro ajeno, Kôbô Abe


Por Andrea Alvarado Pascual

Abe, Kobo. El rostro ajeno. Madrid: Siruela, 2007.


En El rostro ajeno encontramos a un hombre que trabaja como jefe de investigación en un laboratorio y que acaba teniendo un accidente y resulta herido de gravedad en el rostro. Sus heridas no son mortales, pero no pueden curarse del todo: son permanentes, por lo que decide vendar su cara para no revelarlas. Conforme pasa el tiempo, el desagrado que le provocaban esas heridas va evolucionando hacia la frustración y el odio, a sentimientos oscuros que intentará compartir con su mujer, de la que se ha distanciado desde el accidente. Incapaz de revelar sus frustraciones decide escribir tres cuadernos donde detalla sus más oscuros pensamientos y la evolución que ha tenido desde que decide hacer algo con su actual situación. En esos cuadernos culpa a la sociedad de ser superficial y vacía de significado, con la que no puede luchar más que adaptándose a ella. Por eso, tras mucho meditar e investigar, decide crearse una máscara que sustituya su rostro actual, lleno de queloides, un perfecto complemento para la actuación que es la vida social. Pero con esa nueva cara llegarán nuevos problemas: una nueva identidad que quiere apoderarse de él y tomar el control. ¿Es posible crearse una fachada ante la sociedad? ¿Somos acaso nosotros mismos actores interpretando un papel para los demás? ¿Qué significa vivir en sociedad?

El accidente provocó en el protagonista muchas inseguridades, se fue alejando de los demás y empezó a albergar rencor. Sentía las miradas de las demás personas en su cara, observando sus vendas, sentía el asco que les provocaría el ver sus úlceras y queloides. Reconocía sentirse como un extraño para el resto de personas, comparándose incluso con el famoso monstruo de Frankenstein.

Esa característica de bestia es, quizá, la que le aleja de la humanidad: «La cara de un monstruo convoca a la soledad, y esa soledad modela el espíritu de monstruo. En el supuesto de que tal soledad heladora provocara un descenso en mi temperatura, por muy pequeño que éste fuera, todos los vínculos que me mantenían conectado y sujeto al mundo se romperían con estruendo, y yo me convertiría en un perfecto monstruo, que no se preocupa para nada por su aspecto»1. Reconoce en ello diferentes características de reconocimiento social, como el olor o los gestos corporales, pero no el rostro. Será ese mismo motivo el que más adelante le lleve a crearse una máscara, pues necesita de un elemento para salir en público, elemento que un monstruo no tendría. Y es que él entiende la sociedad como una lucha constante entre el yo y el otro, ve a los demás como ajenos de sí, diferentes, como si pertenecieran a otra especie -él es una bestia, es un monstruo sin su máscara-. Es por eso por lo que considera que no es apto para salir a la calle sin vendas, sin una tapadera que esconda su fealdad, sus heridas. Así es como acaba teniendo conflictos con las personas de su alrededor, de su día a día, como sus compañeros de trabajo; y así es como fue alejándose de su mujer, frustrándose.

Su relación con los demás es distante, ¿por qué no iba a serlo? No son como él, poco a poco se fueron alejando de sí cuando tuvo el accidente. Se alejaron en tanto que no se comportaban actuando como debían en la situación, con miradas de lástima o de curiosidad. Cambiaron su comportamiento, sus actitudes, se pusieron unas máscaras particulares que reaccionaban a lo diferente, que no era más que unas vendas en la cara de un hombre. Los ve como actores colmena, que actúan de forma predecible. Les choca que alguien no tenga rostro, no le distinguen, no le ven. Y es que, al fin y al cabo, la cara es lo primero que se ve de alguien, es el reflejo de la psique del individuo, muestra las emociones. Es el modo que tenemos de entender a los demás, de comunicarnos y mostrarnos ante el resto. Es por eso por lo que le ven como alguien lejano, pues perdió su capacidad de mostrarse ante el resto, no hay forma de distinguirle y saber si dice la verdad o no. Esto pone en relieve la importancia que se le da a cómo nos presentamos ante los demás, por eso decide crearse un nuevo rostro. Ante esas crecientes sensaciones de frustración y odio decide tomar medidas y crearse una nueva identidad que pueda ajustarse a una sociedad tan exigente con los demás.

Decide, por tanto, enfrentar su condición autoproclamada de monstruo, crea una nueva identidad, cambia, evoluciona -aunque, como se verá más adelante, esto no es así, solo es su percepción-. Busca información sobre el proceso de elaboración de máscaras y acaba creando una bastante realista, con expresiones faciales y texturas complejas en la piel. Irá buscando señas de una nueva identidad, pero este proceso será gradual. Sale de su cascarón para dar pequeños pasos hasta poder volar y transformarse, efectivamente, en una especie de ave fénix que resurge de sus cenizas de resentimiento y odio. Decide ir probando pequeñas interacciones con personas en comercios o restaurantes, hace pequeñas interpretaciones para ellos, una obra que le sirve de ensayo para su acto final: el reencuentro con su mujer. Y así va ganando confianza en sí mismo a través de la máscara, de esa nueva identidad que se creó para poder interpretar el papel de alguien que no es un monstruo en una sociedad que para él le resulta ajena.

Esta situación se asemeja a la interpretación clásica de teatro en la que usaban máscaras, como en la Antigua Grecia o las mismas máscaras de teatro Nô que el propio narrador menciona; estas no eran más que meras representaciones del personaje que las portaba, indican cómo iba a ser durante la obra (bueno o malo, en el caso griego). ¿No se reducirían esos personajes a meras representaciones simbólicas? ¿No sería la máscara del protagonista entonces una mera representación simbólica de su nuevo yo?

Lo cierto es que ese nuevo personaje que interpreta acaba siendo el resultado de las frustraciones y resentimientos hacia una sociedad que rechaza lo diferente y lo individual, una sociedad colectivista que constriñe al individuo al punto que solo queda de él esa máscara de lo que una vez estuvo interpretando en su vida.

Esta máscara que se crea parece cobrar protagonismo en su vida, actúa casi por su cuenta y llega a hablar con ella, quizá funcionando como la auto reflexión que no tuvo su anterior identidad: «La máscara daba la impresión de estar absorbiendo mis sufrimientos, y de ser capaz de convertirlos en alimento»2. Con esa nueva herramienta que parece apoderarse de él decide conquistar a su mujer sin decirle quién es realmente ni revelar su «gran mentira», porque ella también le engaña al no comportarse igual en sociedad que en privado. Ve a las personas como meros actores de una obra de teatro que andan a la deriva sin un fin aparente. El rostro sería el indicador de que se encuentran actuando, solo desvelando su identidad y adentrándose en las entrañas del personaje se puede revelar quién está detrás.

Sin embargo, al final de la novela nos daremos cuenta de que no había nadie detrás de la máscara, de que la nueva identidad que creó no era más que una pantomima creada por su dolor, que ese resentimiento sigue ahí, los problemas no se han ido: él sigue siendo el mismo. Cree que necesita una nueva identidad para solucionar sus problemas, pero no importa la máscara que se ponga, él seguiría siendo el mismo. El engaño que tramó contra su mujer resultó fallido, ella sabía desde el principio, y sospecha que las demás personas con las que se encontró también. De hecho, su reflexión final no es más que el reconocimiento de su propia condición, pero no acepta su responsabilidad, ya que, si forma parte de la sociedad esta también debe formar parte de sus acciones:

«Naturalmente, no puedo ignorar que esto no es responsabilidad exclusiva de la máscara, sino que el problema se halla más bien en el ámbito interior de mí mismo. Pero como ese ámbito no es solamente de mi persona, sino que es un espacio compartido con todos los demás, no tengo por qué cargar yo solo con el problema sobre mis espaldas...».3 Seguiría siendo, por tanto, un problema social, formando parte de esa mentalidad gregaria tan característica de la sociedad tradicional japonesa.

Esta obra, densa en su trama, recuerda a otros autores como Kafka, con un característico existencialismo y un toque de humor negro. Se desprende una sensación claustrofóbica a lo largo del desarrollo del argumento, pues es como si esa máscara estuviera ahogando al lector, como si las constantes reflexiones del protagonista ahogaran el pensamiento de quien lo lee y lo transformaran en suyo propio. Crea empatía con el narrador protagonista, de quien, sin duda, no nos podemos fiar. Es el viaje de una persona hacia la locura, es su punto de vista distorsionado el que crea esa sensación agobiante en la lectura, esa densidad.

La trama avanza lentamente y cuesta discernir una estructura con clímax y con conflictos reales, sin embargo, esa sensación difusa desestructurada es la que precisamente nos indica que hay un descenso a la locura. Esto provoca una sensación constante de que va a pasar algún evento trágico y terrible que nunca termina por llegar, pero, ¿qué hay más grave que perder la propia identidad? El autor parece jugar con ese desconcierto por un posible clímax apoteósico, que acaba siendo el conflicto de que la mujer descubra la infidelidad de su marido con su nueva identidad -la máscara-. Y es que al final nos damos cuenta de que ella lo sabía pero él creía que no: el narrador nos ha mentido, hemos caído en su trampa. Al igual que él cayó en la de la sociedad creándose una nueva identidad para poder encajar y calmar sus frustraciones y necesidades sociales.

Así, esta obra se desarrolla en torno a temas como la pérdida de identidad, la dualidad en la individualidad identitaria, el concepto de la otredad, el desarraigo que lleva al aislamiento, y la manera en que nos mostramos frente a los demás.

Kôbô Abe (Tokio 1924-1993) tuvo varias influencias literarias, como el propio Kafka al que tanto recuerda esta obra, Dostoievski, Heidegger, Poe..., y fue reconocido en su Japón natal como un gran escritor, formando parte de La Sociedad Nocturna. Escribiría poesía en sus inicios, y se acabaría centrando en la novela y el relato. Sus descripciones del individuo se caracterizan por ser surrealistas y oscuras, mostrando una cara diferente, y en sus obras predominaba el tema de la sociedad frente a la persona, pues la cultura japonesa prioriza la colectividad a la individualidad, generando una especie de pensamiento común.






Ilustración: Omar Iván Padilla "Hidrogo"

  1. Abe, Kobo. El rostro ajeno (Madrid: Siruela, 2007), pp. 78, 79.

  2. Ibid., p. 222.

  3. Ibid., p. 278.